
Por Abraham de Amézaga
Los jardines de Majorelle de Marrakech, que el pasado año alcanzaban su primer siglo de vida, son un vergel de color y fragancias, refugio de varios centenares de especies de flores y plantas y los “culpables” de que Yves Saint Laurent (1936-2008) inmortalizara sus buganvillas en algunos de sus vestidos. En 1980, el terreno, entonces abandonado, fue adquirido por el diseñador y su compañero Pierre Bergé con el deseo de darle una nueva vida y de hacerlo aún más bello y espectacular que en los tiempos del pintor Jacques Majorelle (1886-1962). Y bien que lo consiguieron. Incluso cambiaron a nivel planetario el nombre de un color: el azul cobalto, que a partir de entonces pasó a denominarse azul Majorelle.
Una gran variedad de palmeras, cactus y flores, además de estanques y fuentes, es lo que el visitante puede encontrarse en este paraíso terrenal visitado por un millón de personas cada año, con Villa Oasis, junto a la que se esparcieron las cenizas del diseñador tras su fallecimiento, siempre vigilante. Un hombre hechizado con la idea de embellecer y empoderar a la mujer y que en Marrakech también descubrió una parte amable de sí mismo que le permitió exteriorizar lo mejor de su talento. “Vestirse bien es una forma de vida. Te da alegría. Puede aportarte libertad y liberación, ayudarte a encontrarte a ti misma y a moverte sin ataduras. ¿No es la elegancia olvidarse de lo que se lleva puesto?”, señaló en el pasado el maestro, quien tuvo a la angustia y a la depresión como compañeras a lo largo de su existencia.

Con estos antecedentes, era lógico que el Museo Yves Saint Laurent de Marrakech, abierto en 2017, inaugurara hace un año la muestra Les fleurs d’Yves Saint Laurent, una exposición en la que se muestran 30 siluetas del creador y que ahora puede verse en París (hasta el próximo 4 de mayo). También hay espacio, sin embargo, para rendir tributo a los mencionados vestidos buganvilla, a la obra de los pintores Pierre Bonnard y Sam Falls —este último con el universo natural como uno de los grandes ejes de su trabajo— o al sugerente modelo de novia que, a finales del siglo XX, más que vestir, desnudaba a la modelo Laetitia Casta. Y es que, en el norte de África, tal y como recordó Thadée Klossowski, uno de los íntimos amigos del diseñador, Saint Laurent encontró “el clima, la luz, los colores y los olores de su infancia”; esto es, “una fuente inagotable de inspiración”.

En más de una ocasión se ha escrito que Marrakech fue la ciudad marroquí que más sedujo a Saint Laurent a lo largo de su vida. Y es cierto que la descubrió con apenas 30 años, un poco antes que Tánger, enclave que también cautivaría a escritores como Paul Bowles o Luis Goytisolo y donde el diseñador y Bergé adquirieron después Villa Mabrouka, una casa con vistas al estrecho de Gibraltar que fue decorada por el interiorista francés Jacques Grange con las culturas inglesa y marroquí y la década de 1950 como principales fuentes de inspiración.
Pero Tánger no solo revivía a Saint Laurent, también a su pareja. “Me siento en casa, feliz en todo el país, y aún más feliz en Tánger. Una ciudad multicultural, donde Marruecos mira a España y tiende la mano a Europa”, confesaba Bergé a una publicación francesa hace ya varios lustros. Hoy, esa misma casa, rodeada por una vegetación igual de frondosa que antaño y transformada en un hotel diseñado por el reputado Japer Conran, alberga una interesante colección de arte.

Siguiendo una tradición no escrita en el mundo de la moda, los motivos naturales, y en concreto los florales, han sido una constante a lo largo de la historia. Raro es el creador que se haya resistido a sus encantos. Christian Dior, por ejemplo, para quien Saint Laurent trabajó y a quien sustituyó tras su fallecimiento, sentía una auténtica veneración por ellos, al igual que Hubert de Givenchy, el padre de la alta costura Charles Frederick Worth (quien adoraba las de gran tamaño) o Paul Poiret, encargado de la liberación del corsé, por solo citar un puñado de grandes nombres. Pero para Saint Laurent es el lirio el que se eleva como su gran debilidad, una flor que combina con acierto y, según la temporada, con rosas, hortensias, mimosas y margaritas. Ya fuera en los salones de trabajo o estudio o en sus desfiles, el creador siempre estuvo rodeado de flores, como si esos jardines y esas fragancias fueran los verdaderos catalizadores y estimuladores de su poderosa creatividad.

Además de las flores, a Yves Saint Laurent también le interesó la literatura, en especial el escritor Marcel Proust, autor enamorado del mundo floral. De hecho, algunas de sus frases se pueden leer en los muros de la muestra ubicada en el número de 5 de la avenida Marceau de la capital francesa. Este edificio se convirtió en la década de 1980 en la casa de costura de Saint Laurent y hoy alberga un fondo de más de 30,000 objetos y recuerdos, entre ellos más de 7,000 propuestas de alta costura. Ahora, en cada una de sus dos plantas se desvelan estas siluetas relacionadas con la cuestión floral. Si las estampadas pueden considerarse como un símbolo de refinado gusto, las bordadas se muestran como un paradigma de la mayor sobriedad artesanal. Es el caso de aquellas que celebran la riqueza del trigo, planta gramínea que en el pasado también sirvió de inspiración para la casa joyera Chaumet. “Las flores de Yves Saint Laurent son la declaración de un colorista ilustrado para quien la sutileza y los matices de los tonos son un gesto creativo de moda en sí mismo”, señala Olivier Saillard, comisario de la exposición, en un voluminoso catálogo que subraya el rol del diseñador –padre del esmoquin, la sahariana, las colecciones inspiradas en grandes pintores y un sinfín de obras nacidas para abrazar a las mujeres– como heredero de esa tradición floral, así como su exquisito gusto por sus diferentes variedades. “La prenda más hermosa que puede llevar una mujer son los brazos del hombre que ama”, dijo el modisto en una ocasión. “Para el resto de mujeres, aquí me tienen”.